A veces sucede en esto de la conservación que por discreción deben
ocultarse detalles que puedan comprometer la seguridad de los elementos (vivos)
de mayor valor y vulnerabilidad, especialmente en un territorio tan humanizado
como el nuestro. Si alguien descubre una nueva población, una colonia o un
asentamiento de una especie de interés por cuya eliminación claman cazadores,
agricultores, pescadores o madereros, vale más callar y trabajar en secreto…
hasta que el inminente proyecto de una obra pública, un plan urbanístico, una
prueba deportiva o incluso una actividad didáctica de carácter ambiental, obligan
a mover ficha. ¿Qué hacer? ¿Divulgar y rezar para que nadie cometa burradas, incluso adrede? ¿O callar y resignarse? La respuesta siempre es la primera.
Entonces se impone hacer en un tiempo récord la labor que conscientemente
no has querido hacer antes: alegar, divulgar y emplazar a las autoridades a que
cumplan su cometido y conserven la población, colonia o asentamiento. Lo más triste
de esto es la causa de tal actitud: los conservacionistas son conscientes de que no existe
voluntad para ello en las instituciones encargadas de velar por la conservación de la naturaleza; y aún si en un momento hubiera
voluntad, tampoco habría capacidad, ya que los medios humanos, financieros y materiales
son a todas luces insuficientes para ejecutar su cometido como es debido.
A veces también falla el factor humano: deportistas, e incluso entidades
deportivas, incapaces de asumir el valor del patrimonio natural vivo —sí, ése al
que, si no tratamos bien, le da por extinguirse— que anteponen el placer particular
de correr, pedalear, volar, escalar, pescar, navegar… en el medio natural y sin
limitaciones, a la conservación de ese mismo entorno, patrimonio común, cuando a
poco que se respeten unas mínimas limitaciones espaciales o temporales, o de
intensidad, su actividad puede ser perfectamente compatible con la
conservación. (Huelga decir que cuando la amenaza proviene del mundo de la
pasta, el desencuentro es bastante más duro).
El caso es que nuestras precauciones nos obligan a estar pendientes de los
medios de comunicación, pues las amenazas llegan del ámbito que menos se puede
uno esperar, y cada vez va cobrando mayor peso en nuestra actividad habitual el
ir apagando fuegos, cada vez con mayor frecuencia.
Sin embargo, a veces nos encontramos con personas y colectivos razonables y
abiertos (¡incluso algún que otro cazador y algún que otro pescador!) que nos
devuelven la esperanza y la confianza en nuestros semejantes. Recientemente han organizado entre
una entidad administrativa y una asociación de defensa del medio una jornada
divulgativa y de sensibilización sobre la conservación, a escasa distancia de una colonia de aves de
reciente instalación, perteneciente a una especie que no ha criado en Gipuzkoa
por lo menos en los últimos 60 años, y que está actualmente en fase de
recolonización. La actividad bien podía interferir fatalmente con la
reproducción de esta colonia, incluso hacer que las aves la abandonaran
definitivamente. Afortunadamente, los organizadores (que, naturalmente, no
estaban al corriente de la existencia de esta colonia, pues su ubicación no ha
sido divulgada), tras ser informados por Itsas Enara, accedieron inmediatamente
a trasladar la actividad a una zona segura. Desde aquí nuestro reconocimiento y
gratitud a Iker, Imanol, Cristina y Anja. Por razones obvias, no queremos dar más
pistas, pero tampoco queremos dejar de reconocer públicamente, así sea de esta forma tan críptica, su ejemplar actitud.
Milesker!
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